lunes, 10 de marzo de 2008

Virtudes públicas... vicios privados

Antimio Cruz
Texto y foto
Mi revista: emeequis

En 1989 recorrí por primera vez completa la calle Xochicalco, en la Colonia Narvarte de la Ciudad de México. Estudiaba mi último año de licenciatura en la Universidad Nacional y accidentalmente escuché que Cecilia Thomas, profesora de sociología en la carrera, combinaba su cátedra de la Facultad de Ciencias Políticas con la atención a un negocio propio: un café localizado en esa calle con nombre de sitio arqueológico.

Enajenado por mis dos vicios más persistentes de la vida estudiantil, fumar marihuana y masturbarme pensando en mujeres mayores que yo, un lunes o martes de junio me encontré en el extremo norte esa calle que se extiende con el tráfico hacia el sur y cruza unas cincuenta cuadras con edificios de clase media en el D.F. Era una esquina notablemente solitaria a pesar de estar junto a una de las avenidas más transitadas de la capital del país, el Viaducto Río Piedad, y justo detrás del único estadio de béisbol que entonces existía aquí, el Parque del Seguro Social.

Yo manejaba entonces un automóvil Atlántic color gris plomo. Esa tarde pensaba encontrar "casualmente" el café de Cecilia y cruzar alguna conversación superficial con ella. La idea era verla en un contexto diferente a la Universidad.

Con aproximadamente 37 años, Thomas era la mejor vestida entre los profesores de mi especialidad. Usaba principalmente tonos café, beige, ocre y eventualmente negro y gris. Su piel morena clara y ojos obscuros, enmarcados en cejas pobladas con arco bien depilado, llamaron mi atención desde dos años antes de que fuera mi maestra.

Contenida en un metro y medio de altura; dueña de caderas marcadas y pechos firmes, eliminaba una vaga impresión de gordura abrigada en faldas de casimir que mostraban la perfección de sus piernas. Recuerdo que entonces la Ciudad de México era poco más fría que ahora y frecuentemente Cecilia vestía sacos de lana acompañados con pañoleta o collar, lo que obligaba a enfocar la atención en su rostro.Amable pero distante, atenta pero seria, causaba poca curiosidad entre mis compañeros y sus colegas, lo cual me pareció siempre ventaja y estímulo para mi voyeurismo.

Recorrí por primera vez la calle Xochicalco, como ya decía, después de dar tres o cuatro jalones a una pequeña pipa de madera con tejidos vegetales cultivados en la selva baja mixta caducifólea de Oaxaca. Bajé la ventanilla y apagué el radio para ir descendiendo, como un oleaje irregular, hasta el Parque de los Venados.

No me detendré en describir la impresión que me causó el descubrir que en esa callejuela estaba el Consejo Tutelar para Menores, también conocido como “el reformatorio” o “la cárcel de niños”. Eso merece más energía de la que dedicaré a estas líneas. Lo que sí me hizo contener el aliento fue descubrir que después de 15 minutos de recorrido y de llegar al final de la calle, sólo había visto dos cafeterías: un antiguo local tipo vienés, de esos que venden galletitas en charolas de cartón, y un café-tarot.Thomas, como concluí acertadamente, trabajaba en el local donde adivinaban la suerte y el destino.

Ninguna información previa podía haber alimentado esa certeza, pero el conjunto de desviaciones reunido esa tarde y un oscuro móvil que me había llevado a buscarla me indicaron que la continuación lógica de ese desorden era que ella estuviera dentro del café-tarot.

Con el peculiar estado de conciencia de esa tarde, resumido en una punción en el músculo pubococcígeo, supe que si Cecilia me veía entrar en el local y ocurriera el aparente encuentro casual, estaría yo en una posición vulnerable. Lo sentí en los huevos, hablando en sentido figurado.

Dado que el café, ubicado en un local del Edificio Beatriz, era tan estrecho que sólo tenía tres mesas, mi presencia ahí no podía disimularse ni aparentar casualidad alguna. Por un lado podría inducir la idea de que creo en las cartas –algo de lo que no estoy muy seguro-. Por otra parte, en caso de que ella no supiera leer las cartas, quizá tuviera alguna herramienta psicológica para estudiar las conductas y reacciones de sus clientes; incluso podría terminar leyendo que yo me sentía sexualmente atraído hacia ella, que la deseaba, o simplemente que estaba “pacheco”.

Confirmé mi deducción sobre su presencia y actividad en el café con repetidos recorridos a la calle Xochicalco, cuyos cinco kilómetros seguí visitando de punta a punta muchas veces.

En casi una decena de ocasiones la vi entrar o salir del local vestida con faldas largas de algodón, blusas sin mangas y cintas de colores sujetando su cabello lacio y largo.

Cuando no viajaba en automóvil hacía una caminata en sentido contrario al flujo de vehículos, hacia el norte. A veces pasaba al café vienés y pedía que me pusieran un americano en vaso desechable –algo que no era muy común en la Ciudad de México a fines de los años 80--.

Una vez conversé con dos adolescentes que seguí con la mirada dos cuadras después de salir del café-tarot y me dijeron que la “señora” que leía las cartas era una española “muy chingona” –según el chavo-- y “muy acertada” –según su compañera--.
Supe que cobraba 8,000 pesos (viejos pesos) por cada lectura y que, por la descripción física, se trataba de Cecilia Thomas. Me dio risa que la creyeran española.

No entré al local ese ni otro día, pero disciplinadamente la seguí investigando. Averigüé que era soltera, que vivía con su madre y una hermana y que ganaba buena plata con los dos trabajos. No fumaba, no tomaba café –aunque lo vendía—y eventualmente usaba en su negocio blusas que permitían ver su ombligo pequeño y bien formado.

Casi tres años me masturbé pensando en ella, no lo hacía diario, pero al menos una vez por semana. Cuando me gradué conocí a Karen Löfkvist, una danesa estudiante de antropología con la que me casé enamorado. Engendramos a Carlota y Rebeca, las gemelas rosadas y suaves como la parte de atrás de las orejas de su madre. También nació Eric, con dos ojos duros, como piedras calientes. Con mi tercer descendiente busqué una hipoteca, un empleo y un fondo de retiro. Todo cool and quiet “¿comprrrende?”.

Escribo en un diario donde me envían con frecuencia a congresos de científicos, economistas, abogados y políticos. Viajo con facilidad y mis mayores vicios lúbricos provienen de las pequeñas perversiones que dos cuerpos pueden cultivar dentro del matrimonio.

Así de tranquilo estaba el tercer día de mayo de este año cuando, después de dos días saturados de trabajo en el Foro de Análisis sobre Crisis en Organismos Multilaterales, me citaron para un cóctel y cena, en el Restaurante Arrecifes del Hotel Westin en Cabo San Lucas, donde estábamos reunidos 50 especialistas y 8 periodistas.

Llegué temprano y comencé a beber cerveza mientras miraba las biznagas del desierto y el aparentemente tranquilo Golfo de California. En eso estaba cuando reconocí a una colega británica y al acercarme, de golpe, quedé junto a Cecilia Thomas. La sorpresa fue mutua. Nos abrazamos automáticamente –aunque nunca lo hubieramos hecho antes—apretamos el saludo de una manera fraternal y tras besarnos las mejillas explicamos a los otros presentes nuestra relación maestra-alumno.

En cinco minutos supe que había vivido en España, Australia y, desde hacía cuatro años, en Nueva York. Se convirtió en doctora en ciencia política, profesora en Columbia y se naturalizó estadounidense.

La conversación, breve, pasó por temas relacionados con mi carrera y con el congreso que nos reunía, momento en que me di cuenta que al hablar ella tenía marcada la “zeta” como lo hacen los españoles. Había algo bizarro en el encuentro y por una especie de instinto de supervivencia, cuya existencia me han confirmado hombres casados caídos en circunstancias similares, me disculpé y me retiré a conversar con un colega japonés, Ida Tetsuji, con el que compartía la habitación del hotel.

Esa noche Cecilia y yo tuvimos un segundo encuentro en la misma mesa de cena, en la cual originalmente no estaba asignada. Yo no estaba muy cómodo pero los buenos oficios de un joven sociólogo chino me ayudaron a evitar una conversación directa con ella más allá de “pásame la sal”. No niego que admiré de reojo su perfil, oscuros ojos y blanquísima sonrisa, lo cual me hizo felicitarme calladamente por mi buen gusto juvenil. Así terminó la cena.

Divididos en ocho o diez grupos de trabajo por la propia mecánica del encuentro, Thomas y yo sólo coincidimos en un “coffe break” el penúltimo día de trabajo, momento en el que, por inercia, cumplí con ella el protocolo asiático de entregarle mi tarjeta de presentación, gesto que no fue correspondido debido a que ella carecía de tarjetas en ese momento.

Mi última noche en Los Cabos abordé felizmente uno de los autobuses que nos llevó a un local llamado “Villa Margarita”, donde se hizo una cena de despedida, a la cual sólo estaba invitado el equipo de financiamiento de organismos multilaterales. Cené, bromeé y tomé tres margaritas con un animado grupo formado por un mexicano, tres estadounidenses, un filipino, un francés y dos británicos. Poco o nada podíamos entendernos debido al fuerte volumen con el que un mariachi cantaba bajo la terraza en la que nos ubicaron. Aunque recuerdo que repetimos mucho la palabra “monitoring”.

Cuando fuimos llamados para abordar el autobús fui al baño y encontré a un investigador noruego quien había vivido en México e insistía en presentarme a su esposa mexicana. Fuimos a su mesa y, luego de presentarme con su pareja, terminé sentado frente a una amiga de ella, Cecilia Thomas.

Vestía en negro y blanco, sin mangas, con el cabello sujeto por una banda elástica negra y ancha. Estaba inspirada como en sus mejores clases. Profesora, al fin y al cabo, comentaba su decepción por los resultados del foro y citaba algunos efectos negativos que podría tener una declaración final débil.

Como el mesero que atendía la mesa comenzó a retirar todas las copas y vasos, sugiriendo que nos apresuráramos a abordar el autobús, ella preguntó si podían servirle una última margarita, a lo cual respondió el hombre negativamente. Ambos reímos e iniciamos el camino hacia el transporte que nos llevaría al hotel donde habíamos trabajado por cuatro días.

Ya en la calle, a unos pasos del muelle lleno de yates y en medio del ruidoso ambiente de fiesta característico de la temporada de spring-breake en playas mexicanas, ella me dijo que se moría de ganas de fumar y unos pasos antes de llegar al autobús giró a la izquierda rápidamente, me jaló del brazo y me llevó con ella al otro lado de la calle donde ocho o diez congresistas ya se habían desprendido del grupo y se dirigían a un club nocturno.

Relajado por el tequila de las tres margaritas de la cena, la seguí hasta el segundo piso del local. Dentro del antro me fui a buscar cigarrillos. Soy un hombre voyeurista, ya lo había dicho, así que al regresar a la parte central del club busqué una especie de balcón para observar a la gente e invité a Cecilia a acompañarme mientras fumábamos.

Yo estaba medio pasado de copas pero todavía muy cuerdo -la verdad es que siempre que estoy pasado de copas pienso que estoy cuerdo-, así que le conté de la hermosa Karen, el viaje que hicimos después de nuestra boda por la sierra de Oaxaca, mis hijos y mi trabajo. Ella me contó de su hija única –la cual tiene la misma edad que mis gemelas— y de los problemas que la llevaron a separarse de su madre y su hermana.

Cada uno pidió una margarita más y aunque la conversación se desenvolvía de manera formal y adulta, de pronto me confesó con una sonrisa inquietante que en los años en que fue profesora en México combinaba su actividad con la lectura del tarot.

Los dos estábamos colocados en posiciones paralelas; teníamos ambos codos colocados en una especie de barrita que nos permitía ver hacia la pista de baile, pero yo me separé, giré 90 grados y me puse de frente a ella con una sonrisa cómplice pero sin atreverme a contarle nada sobre mis “viajes pachecos” frente a su local de la calle Xochicalco.

Ella entonces comenzó a actuar irresponsablemente. Me dijo que siempre le habían llamado la atención mis ojos, que sentía un poco de nervio cuando yo la miraba en clase. Yo me reí hacia adentro pensando que la pobre todavía no tenía ni idea de que entonces mis ojos estaban inflamados por marihuana y hormonas.

La veía y la escuchaba con vértigo y delicia al comprobar que, aunque tenía el cabello más claro, casi rojizo, conservaba todos los encantos que yo había estudiado detalladamente en su rostro, así como unos pechos firmes y tentadores. Nuevamente, quince años después, una punción en el músculo pubococcígeo me puso alerta.

Entonces vino la señorita típica de los antros mexicanos del grupo Anderson’s, esa que anda por los pasillos con pantalón entallado, camiseta delgada y carrilleras revolucionarias llenas de vasitos para tequila. Sopló dos veces el silbato y dos meseros me hicieron tomar de golpe un “caballito” con vodka, dinámica que repitieron con Cecilia entre risas, silbidos y aplausos. Se fueron luego, como duendes, a seguir con su travesura en mesas lejanas.

Thomas y yo hablamos luego de Estados Unidos y de México; de lo cálidos que supuestamente somos los mexicanos y de toda una serie de estereotipos sobre lo que los gringos llaman “latino”. Ella se fue pegando cada vez más hacia mí, de ladito, hasta que recargó la parte exterior de su muslo en mi entrepierna. Entonces comencé a decirle todas esas cosas que había pensado de sus ojos desde la primera vez que la vi.

Me escuchó dos minutos con una sonrisa amplia en el rostro y en seguida se lanzó a besar mi boca para después comenzar un desliz armónico hacia la piel del cuello. Yo le rodeé la cintura con ambas manos apretándola fuertemente. Giré la cara e intenté atrapar de nuevo su boca. Ella pegó sus labios fríos a mi mejilla y avanzó hacia el centro para dejarme sentir una temperatura tan fresca como un río. Antes de dejarse atrapar por mi boca hambrienta se apartó pidiéndome un minuto para ir al baño.

Yo me sentía muy mareado. Detecté en el estómago un piquete que anunciaba los estragos que el vodka comenzaba a perpetrar al combinarse con cinco margaritas con tequila, así que también me fui al baño y volví el estómago de manera silenciosa, rápida y sin dolor. Me lavé la cara reconfortado y al salir compré unos chicles de menta y dos preservativos, esto último por recomendación del joven que vendía dulces y cigarros.

Al regresar al balcón ella ya había llegado. Me aproximé y me extendió los brazos con una sonrisa. Enseguida nos abrazamos y comenzamos un reguero de besos y caricias que, a pesar de la velocidad y el deseo, no incluyeron ya besos en los labios. Tomó una de mis manos que ya frotaba su cintura y la parte baja de sus senos y la llevó más abajo, pegándola a su pubis, donde el correr ágil de mis dedos adivinó su pantaleta lisa. Luego dio media vuelta, pegó con fuerza sus nalgas contra mí y, un segundo después, se despegó y comenzó a avanzar, sujeta de mi mano, hacia la salida del antro.

Yo me cuestionaba el hecho de que estaba a punto de ser infiel a Karen, la más hermosa mujer que ha pisado el planeta Tierra, pero otra parte de mi cerebro minaba mi reflexión moral preguntándose cómo resolveríamos el problema de que estábamos en un pueblo a 20 kilómetros de nuestro hotel y ambos teníamos compañeros de habitación. Así corrían mis ideas cuando mi mirada se atoró en las luces de un cajero automático de BITAL. Enfilé hacia allá nuestros pasos.

Entre el rumor de las olas, el beat de los antros y los autos de la calle, ella perdió ligereza. Se detuvo y se sentó junto a una jardinera. Su respiración era agitada; la miré en un segundo que se me hizo eterno. Ella era evidentemente una mujer que había rebasado los 50 años de edad y eso detonó algo que yo no había querido dejar salir hasta entonces. No sólo la deseaba sexualmente, la fantasía secreta que había vivido de manera tan intensa por ella años antes y en otro lugar me hacía sentir que la quería, que quería contarle todo lo que había ocurrido al interior mío por ella y que juntos fantaseáramos sobre lo qué habría pasado si aquella tarde de junio del 89 hubiera entrado al café-tarot del Edificio Beatriz, en la calle Xochicalco.

--Es que no puedo— dijo entonces llevándose las dos manos al rostro. –No puedo, no puedo, no puedo. Soy demasiado vieja, soy demasiado vieja... y me siento tan culpable—, añadió antes de tronar en un llanto de volumen elevado que me heló la nuca.

No sé cómo se llama o cómo se describe ese sonido que se produce cuando el llanto arranca con una inhalación profunda, sigue con una exhalación con sonido fuerte y bajo, como en cuatro escalones, hasta desaparecer en una nueva inhalación. Ese ciclo se repitió seis o siete veces. Nunca había visto llorar a una mujer así. No en la vida real. Entonces me coloqué en cuclillas frente a ella y le tomé ambas manos para llevarlas a mi cara.

--No puedo, no puedo, no puedo— Volvió a comenzar. –Es que ese ruido, hay mucho ruido y me lastima--. Entonces giró la cara hacia su derecha y volvió el estómago como una cascada caliente que cayó justo sobre mi pierna izquierda.

Sentí las contracciones violentas de su estómago y en lugar de asco tuve miedo por ella. Creí que se derrumbaría en plena banqueta y me acordé rápidamente de un poeta chino que murió ahogado en su propio vómito. La moví para incorporarla. Le apreté una mano y le puse la otra en la parte superior del pecho intentando levantarle la barbilla.

Finalmente concluyó el vómito y reinició el llanto fuerte. Un joven que manejaba un “bici-taxi” se aproximó para preguntarme si necesitaba algún tipo de ayuda y yo le pregunté si había algún hotel cerca. Mi único pensamiento era recostar a Thomas y vigilar que durmiera un par de horas, porque no me imaginaba un viaje de 20 kilómetros con ella y luego bajar caminando los cuatro pisos que separaban al Lobby de la zona de habitaciones en el Westin, sin embargo la reacción de la socióloga fue de ofensa y espanto cuando escuchó la palabra hotel.

--Por favor no me lleves, no quiero que me sigas viendo así— Dijo mientras se paraba e iniciaba una caminata a paso veloz frente a los otros bares y clubes nocturnos. Sobra describir los gestos que yo veía en las personas que me observaban siguiéndola y con el pantalón lleno de vómito.

Pude explicarle con dificultad que necesitaba ir a un cajero automático para así poder pagar un taxi hasta el hotel del congreso y que pudiera descansar en su propia habitación. Entonces ella sacó un billete de 50 dólares de su bolsa y detuvo con un movimiento de mano a una camioneta Suburban de alquiler, de esas que transportan a ocho o nueve personas, la cual abordó, jalándome del brazo. Se recargó en una de las ventanillas sin mirarme.

Me acomodé junto a ella y di indicaciones al taxista para que nos condujera al hotel. Eran casi las cuatro de la mañana. Mientras los faros del auto iluminaban la carretera desértica, llena de cactáceas y agaváceas, yo miraba a la derecha la silueta de dos barcos camaroneros sobre el Golfo de California. La mano fría de Cecilia buscó mis dedos y los apretó después de enlazarlos. Sentí vergüenza al recordar que traía dos preservativos en la bolsa trasera y me sentí culpable por haberla deseado esa noche y, aunque no suene lógico, por haberla deseado 14 o 15 años antes.

No durmió en el camino, tampoco lloró más pero mantuvo la mirada fija en su propio reflejo, el cual se veía desde adentro de la suburban, en la ventana de su lado, gracias a una pequeña lámpara que tenía encendida en la parte delantera el chofer.

Arribamos al hotel y no había nadie en el Lobby. El taxista cobró rápido para retirarse sin decir palabra. Cecilia se apoyó en mi brazo y bajamos cuatro pisos en el elevador. Al llegar a la plataforma por cuyo nivel se accede a las habitaciones me dijo que quería caminar sola. Me abrazó con mucha fuerza y me besó las mejillas, la frente y los ojos pidiéndome perdón por cosas que yo ni siquiera imagino.

Yo comencé a sentirme incómodo con el pantalón sucio, que ya comenzaba a enfriarse, así que me separé de ella lo más suavemente que pude y le comenté que necesitaba pasar a un baño cercano.

--Yo me voy--. Dijo como despedida.

--No te vayas a caer en la alberca--. Respondí yo en un estúpido colofón del que me arrepentí inmediatamente.

Fui al baño que he dicho y me limpié lo mejor que pude para no entrar a la habitación con mal olor, aunque no eliminé el problema como yo hubiera querido. Antes de abrir la puerta de mi cuarto tiré al bote de basura del pasillo los condones.

Al día siguiente, el último del Congreso y el más importante porque se presentaron las conclusiones, no la vi en las sesiones plenarias. Vestido con traje de lino y listo para regresar a la Ciudad de México, me despedí de mis colegas y a las dos de la tarde tomé un taxi rumbo al aeropuerto de Los Cabos.

En el camino veía las biznagas y recordaba que en los siglos XVI y XVII se pensó que la península de Baja California era una isla gigantesca. Sudaba todavía parte del alcohol consumido en la noche y madrugada anteriores. Me puse muy triste pero no quería pensar en el tema.

Después de documentar mi equipaje compré unos regalos para Karen y los niños mientras pensaba que en la noche anterior tuve muy poco margen de maniobra en el momento en que Cecilia y yo todavía no estábamos ebrios. Nuevamente sentí una especie de hueco en el pecho al darme cuenta de que nunca antes tuve oportunidad de tener una conversación personal y a solas con ella y que en la ocasión que la tuve me porté como un ex alumno adúltero y ebrio, que se quiso tirar a la maestra.

Hice muchos esfuerzos para que mis pensamientos cambiaran su sentido. Normalmente soy obsesivo con mis recuerdos, sobre todo si están impregnados con mi católica marca de fábrica, la culpa.

Encontré en los pasillos del aeropuerto a dos investigadores de Japón y Sudáfrica que esperaban el vuelo de American Airlines rumbo a Dallas, desde donde harían sus respectivas conexiones a su destino final. Mi vuelo rumbo a la Ciudad de México, con escala en Mazatlán, salía veinte minutos después que el de ellos.

Conversamos de todo y de nada y llegamos juntos a la sala de abordar. Cuando la sobrecargo llamó a los pasajeros de American para formarse me despedí con un abrazo de aquellos con los que había compartido cinco días de acaloradas discusiones y debates. Entonces vi a Cecilia. Estaba recargada en una ventana y me miraba arropada con un hermoso vestido de algodón blanco, estampado con hojas de palmeras negras.

Descubrí que lo que más me gustaba de sus ojos obscuros es la luz que se forma sobre ellos, como reflejos sobre el agua. Sonreía de manera melancólica y me extendió los brazos. Fui hacia ella y la besé en la mejilla.

--Discúlpame Marco. Bebí demasiado y me puse llorona--, me dijo de manera muy sobria y con actitud maternal. –Ya veo que sí tenías un pantalón de repuesto--.

--No te apures, yo también bebí mucho--, respondí.

--Estoy muy apenada por haber vuelto el estómago sobre ti. Hoy en la mañana vi mi sandalia y me di cuenta de lo que había hecho. De veras que me siento muy mal—-

-No te preocupes—, dije por segunda ocasión sintiéndome absolutamente pendejo por estar desperdiciando sin ideas esos segundos pero sin poder poner en marcha mi cerebro. –Yo volví el estómago en el baño del club antes que tú— dije en un intento idiota de atenuar, mejorar o simplemente cambiar su impresión de las cosas que pasaron. La verdad no sé por qué lo dije ni quiero imaginar el efecto de tal revelación.

Me agarró la cara con las dos manos, me acercó los labios suavemente y me dio un beso dulce y fresco, apresando, dos segundos, mi labio inferior con sus dos labios. Noté entonces la raíz blanca de decenas de canas que nacían junto a sus oídos y que no había notado anteriormente.

--Adiós.— Fue la palabra con la que me recobré. Le pregunté si le había dado mi tarjeta y asintió con la cabeza, pero ya no me atreví a pedirle que me escribiera.

Me alejé sin verla pues no quería que esa imagen tan triste se me grabara.
El regreso a la Ciudad de México fue largo y cansado. Al llegar al aeropuerto nadie me fue a recoger --qué poca madre--. Una vez en casa, Karen riñó conmigo por no haber pagado las tarjetas. Yo deseaba hacerle el amor, pero la bronca nos ha durado hasta este día.

He pensado mucho en escribirle a Cecilia pero no se me ocurre para qué. Conozco en qué Universidad trabaja y no me costaría ningún trabajo conseguir su teléfono directo y su correo electrónico, pero siento que sería perturbador para ambos.

Pienso que si aquella noche le provocó algún desequilibrio lo más lógico es que quiera olvidar y que si ella no me ha escrito es porque nada necesita de mí.
Por otra parte, si volviéramos a comunicarnos ¿para qué sería?. Yo estoy casado, enamorado, tengo hijos, hipoteca y una carrera de la que me sería difícil desprenderme. Ella también tiene hija, carrera y, aunque nunca me lo dijo, supongo que tiene alguna pareja estable. Confieso que la pulsión del músculo pobococcígeo no ha cesado. Me hace fantasear con estar junto a ella, pero si nada ocurrió cuando éramos 15 años más jóvenes, quizá nada nunca podrá ocurrir.

Hoy recorrí completa la calle Xochicalco. Manejo una camioneta Jeep Cherokee verde bosque. Bajé el vidrio y apagué el radio. Vi que el estadio de Béisbol fue demolido, el Tutelar de Menores tiene rejas más altas y todavía hay dos cafés abiertos: el viejo café vienés de la esquina de Cumbres de Maltrata y otro café nuevo llamado “The Coffe Corner”, localizado tres o cuatro cuadras antes de llegar al Parque de los Venados.

En el Edificio Beatriz, donde estaba el café-tarot, las cortinas metálicas del
pequeño local están cerradas y un letrero que dice “Se renta”, corona su única entrada.

1 comentario:

Atza Torres dijo...

te recomiendo "My never more", un pequeño cuento de Óscar de la Borbolla... abrazo amigo, excelente texto