viernes, 7 de marzo de 2008

Corazón de menta


Antimio Cruz
Texto y foto
Mi revista: emeequis

El 24 de mayo de 1994 amaneció lloviendo en la región de Baden-Württemberg, en el sur de Alemania. Desde la ventana vi una corriente de agua golpeando las banquetas de piedra y haciéndose nudos en el arroyo del pueblo de Schwabisch Hall.

Tenía que salir corriendo para comprar los diarios españoles antes de que Pablo, Vérbel y la señorita Zahn me ganaran los tres juegos que, a las nueve de la mañana, arribaban al Hotel Principal, en el “Zentrum”.

Si llegaba tarde era posible pedir los periódicos prestados, pero eso significaba esperar hasta la noche, intervalo que para mí era demasiado largo desde que comenzaron a aumentar las noticias sobre México: en enero con el levantamiento del Ejército Zapatista y en marzo con el homicidio de Luis Donaldo Colosio.

Amaneció lloviendo, como decía, y me puse el abrigo negro de lana, al mismo tiempo que descubría, sobre la mesa del antecomedor, un puñito de corazones blancos hechos con azúcar.

Lucía dormía en mi habitación. Ese mediodía era su cita semanal con el psicoanalista y yo esperaba cambios bruscos. De manera sutil, pero persistente, me había dejado germinar la idea de que me dejaría de un momento a otro. La etapa más reciente del distanciamiento la palpaba por un marcado cambio de pasión hacia ternura; algo más parecido al amor filial o fraternal.

Tomé un corazón blanco y me supo a menta. Eché dos más a la bolsa de mi abrigo y, con el paraguas en la mano, salí por los diarios.
Las casas de madera, piedra y teja, levantadas en medio del bosque, escurrían agua dulce por todos lados, igual que mi sombrilla negra.

El sentido de urgencia por llegar al Hotel Principal y la secreta angustia que me provocaba el inminente abandono de Lucía, se desvanecieron un poco al pasar frente a la casa de Ingrid, la psicopedagoga que me recibió cuando llegué becado al Instituto Goethe.

Impasibles ante la lluvia, con una fuerza opuesta a la gravedad, se levantaban frente a la casa de Ingrid cientos de tulipanes amarillos, con líneas rojas que partían desde la base de sus pétalos.

Ya he dicho que la mañana era lluviosa, pero la firme elevación de las flores me hizo consciente de que en ese momento la lluvia era tenue y sin brisa.

Eran cientos de tulipanes, tan juntos que parecían una alfombra. Dentro de la casa de Ingrid escuché la risa de la pequeña Vírgil y de otros niños. No vi a nadie, pero me desconecté unos segundos y me imaginé, acostado entre los tulipanes, escondido, escuchando las risas de los niños alrededor y sin querer moverme.

Luego, en mi ensueño, la escena cambiaba. Me veía cruzando un campo lleno de esas flores de color nectarina o de color durazno maduro y llegaba hasta un gran árbol con sombra. Al rodearlo veía a Lucía, de espaldas, mirando al norte.

Un ruido mío la hacía voltear y mirarme de lleno con sus ojos verdes, absolutamente llenos de luz. Yo daba un paso atrás y tropezaba, caía de espaldas sobre los tulipanes y sentía el agua fría en la base de sus tallos.

Entonces desperté del ensueño o recobré la lucidez al escuchar la voz de Ingrid llamándome en alemán desde la puerta de su casa.

-¡Leonardo! Pasa a tomar algo caliente ¿Qué haces ahí parado?- Me gritó usando la mano como un altavoz.

-Voy por los periódicos- Le respondí también en alemán, levantando al mismo tiempo la palma de mi mano y enseñándola de frente como despedida.

-Hace rato pasó Vérbel en su bicicleta, así que date prisa si quieres un juego de diarios completo- dijo la maestra rubia como colofón a ese diálogo.

Volví a mi caminata entre agua, sintiéndome abrigado, protegido por la sombrilla, por el abrigo, pero también por el pueblo.

Entonces tuve un encuentro extraño.

Al cruzar una de las pocas calles con semáforo vi un automóvil color gris plomo y en él, sentada en el asiento del copiloto, distinguí a Beatriz Alonso, la editora que me rechazó decenas de cuentos en México. Siempre recurrí a ella porque era la mejor, pero también porque tengo un perfil obsesivo.

Me pareció que estaba muy guapa. Prácticamente sin maquillaje, enmarcaba sus cuarenta y un años con cabello lacio, corto, castaño claro; pesado copete del lado izquierdo, blusa con cuello alto y abrigo de lana gris. Del silencio brotó en mi mente la palabra “virginal”, no sé por qué.

Vi todo eso mientras cruzaba la calle frente a ella. Al piloto no lo vi porque un reflejo sobre el parabrisas me impedía distinguir su rostro, aunque puedo asegurar que era un varón.

Verifiqué que fuera ella cuando llegué a la esquina. Mi mirada fija atrajo su mirada. Levanté la mano derecha y ella levantó la mano derecha. Hizo un movimiento para bajar el vidrio de la ventanilla, pero en ese momento el semáforo cambió y su auto avanzó a toda prisa. Ella pegó su rostro a la ventana, pero en ningún momento volteó hacia el chofer para pedirle que parara.

Pensé que la escena estaba fuera de lugar. Yo estaba en el centro de un pequeño pueblo alemán de 10 mil habitantes, becado, escondido, sin un solo avance en la solución de mis vicios y complejos.

Intentaba evadir muchas cosas de mi historia reciente en México, de la cual salí como un niño con la pierna orinada.

El incidente me provocó curiosidad combinada con angustia. Preferí regresar a casa y olvidarme de los periódicos para evitar un encuentro con Beatriz en el Hotel Principal o en algún otro sitio público. No hay muchos cafés o restaurantes dónde resguardarse de la lluvia en el centro de Schwabisch Hall.

Llegué a la casa con los zapatos mojados. En la carrera descuidada de regreso pisé varios charcos. Cerré el paraguas en el porche y subí las escaleras de madera hasta nuestro apartamento.

Antes de abrir la puerta recordé los corazones de menta y, para calmar mi ansiedad, me eché a la boca los dos que me había llevado a la calle.

Al entrar procuré no hacer ruido. Lucía estaba en la regadera y yo me fui inmediatamente al teléfono para marcarle a Michelle Knight, la experta en lectura de tarot. Sabía que en el Distrito Federal eran cerca de las tres de la mañana, pero esa es la hora en la que ella más actividad tiene; la psicomagia requiere rutinas que le permiten concentrar fuerza durante la noche y yo aprovecho ese puente con Michelle siempre que estoy en Europa.

Marqué su teléfono pero nadie contestó y eso hizo crecer la desazón que yo traía... “cómo es posible que nadie conteste en casa de la única persona que conozco que tiene agorafobia y que evita, a toda costa, los espacios abiertos”, me repetía mentalmente.

Era muy tarde o muy temprano en México para que Michelle no estuviera en casa.
Me quedé trabado marcándole. Repetí la marcación cinco o seis veces, sin dejar que pasaran cinco segundos entre uno y otro intento, como cuando llamaba a la oficina de Lucía y ella no me contestaba. Me di cuenta de que estaba sintiendo por Michelle una especie de sentimiento de celos, como el que sentía por Lucía. Evidentemente mi corazón estaba hecho un desmadre, entre mi novia, mi maga y mi ex editora.

-Llamaron del Hotel Principal buscándote- Irrumpió la voz de Lucía, detrás de mí, al salir de la regadera con una bata de toalla blanca y su cabello negro suelto.-Les dije que ibas para allá porque pensé que buscarías los periódicos.

Yo dejé el auricular del teléfono en su lugar y me esforcé por disimular calma.

-¿Dijeron para qué me buscaban?- le pregunté mientras me daba cuenta de que yo todavía traía puesto el saco y estaba escurriendo agua en la sala. –Hace mucho que Jürgen, el recepcionista, apenas me saluda cuando entro al vestíbulo.

-Parece que alguien de México vino al pueblo y dejó un libro para ti.- respondió Lucía mientras se acercaba por la espalda al sitio donde me había sentado para hablar por teléfono.

Me puso una mano en el hombro y luego me besó en la mejilla. “Te quiero”, escuché al mismo tiempo que sentí vapor tibio de su ducha.

El cabello húmedo de Lucía, recién salida del baño, me hizo pensar en mi propio cabello húmedo y frío, mojado por la lluvia.

-Hoy en la noche quiero que cenemos juntos en la calle, en el griego de las ensaladas- me dijo la hermosa criatura frotando con su palma el dorso de mi mano.
Giró suavemente su metro y medio de estatura y, con lánguidos movimientos de gata, se volvió a encerrar en el baño.

Yo volví a sentir la muerte chiquita del abandono físico y el temor punzante de que de un momento a otro su ausencia se volviera permanente.

Cuando llegamos de México, ambos becados, éramos dos egos maltratados que buscábamos reposo. Luego nos volvimos confidentes y amantes. Después peleamos consecutivamente hasta el grado de que nada nuevo nos contábamos para no darle armas al otro.

-¿Para qué quieres que cenemos en la calle?- Le pregunté junto a la puerta cerrada.

-Quiero platicar contigo, pero mejor en la noche, con más calma-

Iba a preguntar de qué quería hablar, pero mejor me quedé con la cabeza apoyada en la puerta, oliendo el vapor perfumado que salía tras la larga ducha. Era un aroma a violeta y jazmín, según pude distinguir.

-Voy por el libro. Te veo en la noche- dije y ya no esperé respuesta.

La curiosidad me hizo sobreponerme a la angustia y crucé el pueblo hasta el Hotel Principal. Llegué a la recepción escurriendo agua. Me di cuenta de lo desarreglado que estaba al toparme con la mirada severa de Jürgen. Acomedidamente me quité el abrigo y lo colgué en una percha antes de acercarme.

-Un hombre que venía de prisa dejó este paquete para usted. Creo que no sabía su dirección precisa pero tenía alguna referencia de que usted nos visita con frecuencia- Dijo el recepcionista originario de Dusseldorf.

-¿Vió usted si alguien lo acompañaba?

-No.

-Perdón que insista pero ¿no vio si alguien lo esperaba en su auto o en el porche?

-Nadie lo acompañaba en el auto rentado. Un volvo color gris plomo, creo-. Remató su frase con un elegante movimiento de brazo con el que me extendió el libro, que más bien parecía un folleto, pues tenía menos de 25 páginas. Evidentemente Jürgen lo había revisado, a pesar de no entender español. Era un volumen de poesía llamado Pasión y canto de Estefanía de la Luz, escrito en Baja California por Flora Calderón Ruiz. En la portada tenía un dibujo del desierto y en su interior sólo un poema estaba subrayado:

Como una promesa
Volverán los descarnados
Abre la puerta golpean
Ciento cuatro años de mariposas

Leí el poema inmóvil. Di media vuelta, tomé mi abrigo y, tras resguardar el libro bajo mi sweater, volví a cruzar la lluvia hasta mi casa.

Al llegar era casi el mediodía en Alemania y cerca de las cinco de la mañana en México. Nuevamente le marqué a Michelle y, afortunadamente, la encontré. Le conté la ensoñación con tulipanes, el encuentro con Beatriz Alonso y mis últimos días de angustia con Lucía.

-Está muerta- Me dijo Michelle interrumpiendo mi soliloquio.

-¿Quién?- Le dije reaccionando como si me hubieran golpeado el estómago.

-Tu amiga Beatriz está muerta. Estoy segura porque lo sentí inmediatamente. Creo que le pidió a alguien que te llevara ese libro y posiblemente sí la viste, pero ella está bien muerta.

-Esto no me gusta Michelle. La verdad no me siento muy bien físicamente. Mejor luego te hablo- Le dije y tras mandarle un beso colgué.

Me paré, di vueltas por el departamento varias veces hasta que me eché a la boca un corazón de menta. Luego tomé el librillo que me habían dado y, tras mirarlo, empecé a escribir un cuento largo sobre el desierto del norte de México. Acabé en la tarde, cuando ya no llovía.

Lucía vino por mí y en la cena me dijo que estaba embarazada, que íbamos a ser padres. Nos abrazamos el resto de la noche.

Al día siguiente, otras llamadas telefónicas al D.F. me confirmaron que Beatriz Alonso había muerto meses atrás de cáncer en la matriz. Sentí que era un deceso injusto.

Algo había terminado en ese momento y otra cosa había empezado, como una vela que toma fuego de otra vela casi extinta. Desde entonces, la visita de Beatriz en ensoñaciones se hizo muy frecuente y detonó una fuente de escritura que todos los días me acompaña y cuya energía sólo es comparable con el nacimiento de la pequeña Lucía, esta niña que duerme a unos pasos de mí, abrazando a su madre.

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